|
|
|
|
|
|
Naturia: naturaleza y Turiaso. Este es el antiguo nombre de Tarazona, hermosa y pequeña población en la que nació y ha hecho nacer Javier Lapuente.
Su pintura ha cambiado, lo que en anteriores series fueron naturalezas muertas: objetos cerámicos, sillas, papeles pintados, elementos muy significativos en la trayectoria personal del autor, se convierten ahora en pequeños fragmentos de vida orgánica que nos remiten a experiencias universales. Ha dejado de hablarnos de su mundo para dialogar de un modo más completo del mundo de todos. Nos permite mayor protagonismo al incluirnos en el discurso. Porque no hablamos de “paisajes”, de frías instantáneas contempladas, sino de lo que perfectamente define el termino inglés de bodegón “still-life”: de la naturaleza silenciosa.
Callada y constante, presente en nuestra experiencia vital, aunque sea resumida en la modesta maceta de interior cuidada con mimo dentro de los hogares de las ciudades. Así silenciosa, apartada de todo “ruido” turbador, le sirve al autor como pretexto para generar pintura, siguiendo el camino de Flaubert, que ya nos explicó cómo las obras más bellas deben carecer de temática para centrarse en la representación.
Lapuente no se entretiene en la postal, no desea contarnos ninguna historia. Su naturaleza es pequeña, íntima, modesta. La impronta de una hoja ya apuntada en su anterior trabajo se repite con pequeñas variaciones en la pintura, buscando sus significado último, la esencia. No hay alegoría, intención moral ni anécdota. Lapuente huye de lo extrapictórico. Es un romántico en su consciente huida de la centralidad.
Sus escenarios carecen de todo interés intrínsico, nos expresan la música de la naturaleza, pisando siempre los límites de la abstracción. El elemento más trivial se carga de significados transformado en la cocína de los pigmentos.
|
|
|
|
|
|
|
|
|
El color es el gran protagonista: ocres, tierras, dorados y el azul, que abandona el cielo para convertirse en color primordial de la materia. Rojos y naranjas, negros, cualquier color menos los verdes, que de puro obvios no le sirven al autor para hablar de la naturaleza. El tratamiento de las manchas es exquisito, mucho más matizado que en anteriores series, pero si cabe aún más arriesgado. Lapuente disfruta con el oficio, sin caer en el manierismo por lo constante de su búsqueda. Materia, reservas, manchas sin solución de continuidad, borrones y goteos, todo vale en el azar controlado del día a día, del trabajo de jornada.
Espigas, surcos, hojas, sus improntas de tampón y la gran protagonista, la pincelada, dibujan-desdibujan un territorio modesto, con referencias tan parcas como los herbarios escolares. El salto de significado viene de la seriación, los tamaños, las confrontaciones de montaje entre los lienzos, los lavados que descubren perfiles o emborronan sombras, los brochazos que tanto tachan como aíslan.
Los resultados son múltiples. La sencillez de un perfil por el que asoma lo oculto, los lavados negros que nos remiten a las manchas de tinta de los test psicológicos, esos puntos tan gruesos que apura llamarlos así pero aún no se merecen otro nombre, la contraposición de positivo y negativo en esquemas levemente variados.
La modestia del motivo es equívoca, los fondos lo certifican, colores, formas y texturas conforman el palimpsesto que asoma claramente por debajo, parece que el pintor tiene tanto que contar que prefiere dejarlo levemente apuntado para que cada cual concluya a su placer.
Obra abocetada, no en su acabado técnico, absolutamente riguroso, sino en su significaciones últimas, que de puro simples que parecen, acaban guiñándonos un vértigo de posibilidades. No pretende la serie una conclusión, una definición ni una contemplación, sino abrir diversas puertas, algunas incluso enfrentadas, para que esperemos con intriga su próxima entrega pictórica. Casi lo único que sabemos con certeza de este pintor es que no es absoluto inocente. |
|
|
|